El renacer es el segundo nacimiento del hombre
nuevo y espiritual de que hablan el Evangelio de San Juan y las Epístolas de
San Pablo (Parte II, 1). En la Edad Media la palabra se había utilizado para
indicar con ella la espiritualización del hombre, su vuelta a la comunión con
Dios, perdida con el pecado de Adán. En el periodo renacentista la palabra
adquiere un sentido terrenal y mundano: es una renovación del hombre en sus
capacidades y sus poderes, en su religión, arte, filosofía y vida asociada. Es la
reforma del hombre y su mundo, en el sentido de una vuelta a la forma original.
La vía del renacer es el retorno del hombre a sus orígenes históricos, a ese
pasado en que ha sabido realizar la mejor forma de sí mismo. No se trata de
imitar el pasado. Ciertamente hubo también imitación, pero fue el aspecto
inferior e impropio del Renacimiento. De lo que se trata es de entrar en
posesión de las posibilidades que el mundo clásico había ofrecido a los hombres
y que, desconocidas o ignoradas por la Edad Media, tienen que volver a ser
patrimonio de la humanidad. Hay que reanudar la labor de los antiguos, ahí
donde los antiguos mismos la interrumpieron, continuarla con igual espíritu
para que el hombre recobre la altura de su verdadera naturaleza. Tal es el designio
común de los hombres del Renacimiento. Para ellos la Antigüedad clásica es una
“norma”, un ideal de renovación y búsqueda: norma o ideal que hay que descubrir
de nuevo en toda su pureza. De ahí que el Renacimiento haya podido llegar al
concepto de la verdad como filia temporis, es decir, del progreso de la
historia a través de la cual el hombre refuerza y acrece sus potencias y merced
al cual el hombre moderno, como un pigmeo sobre el hombro de un gigante, puede
otear horizontes que los antiguos ignoraron.
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